Adolfo Vergara Trujillo

Decía Jack Kerouac que "escribir significa sufrir". La jornada del guepardo, libre y en soledad, se asemeja: 97 K/h, la garganta fresca de una gacela entre las fauces, y sólo un par de jirones de carne tierna atragantados deprisa porque los leones se acercan. Pero, mierda, las necesidades duelen.

               Misántropo, neurótico y dicen que alcohólico, nací en la Ciudad de México en 1975. Hijo de un magnífico padre poblano y una amorosa y sobreprotectora madre guerrerence, soy el menor de nueve hermanos criados en un matriarcado católico, con tabúes y supersticiones.

               Mal estudiante, rebelde y agresivo, entré a la UAM-Azcapotzalco en 1994 a estudiar economía. Ahí escribí mi primer relato. Entré a un curso de redacción con el Mtro. Alejandro de la Mora y me presentó a Francisco Conde -maestrazo con el don de hablar de la misma forma en que escribe-, quien con voz tranquilizante y notaciones precisas tallereó mis relatos enmarcados de violencia y finales infelices.

               Pronto, de lleno en la era de los videojuegos, la represión a bajo volumen, el internet, las drogas sintéticas y la globalización, alguien me dijo que estaba loco y huí a Europa.

               Mi estancia en ultramar -entre culturas de guerra y de tolerancia a la diversidad humana, entre arte y el mejor futbol, entre hachís y militares checos, entre Nápoles y Chiamonix, entre los bares de Amsterdam y el penacho de Moctezuma- me despejó un poco, y sin más percances que alguno con la policía parisina, en Florencia escuché decir al escritor Enrico Brizzi que la violencia dentro de la literatura funciona como catalizador positivo de impulsos psicópatas.

               De este modo, con tal de sobrevivir contento, igual que el guepardo, persigo lo punk de la magia y lo hardcore de la fantasía, y me atraganto de todo ello, rápido, antes de que llegue el amanecer.


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