(Campeche, 1966) Nacer junto al mar tal vez sea una dulce condena, como escribía el poeta Cavafis: No encontrarás otro país ni otras playas, llevarás por doquier y a cuestas tu ciudad...
Yo nací como a sesenta metros del mar, en una casa desde cuyo techo puede verse la línea divisoria entre el cielo y el agua. En mis primeros balbuceos jalé los sopores de la brisa marina, mis pulmones se impregnaron del yodo y de la sal del golfo de México. Como la imagen de una mujer amada, me llevo a todas partes, por otras geografías, la ciudad y sus olores, por mi sangre burbujean las espumas y resacas de la mar. Por eso al llegar a ciudades edificadas junto al océano, me siento como en casa: respiro los vientos de agua y se pacifican mis demonios.
Tal vez mi carácter se haya templado por estos vaivenes: soy apacible, como una laguna, pero con las tormentas, a veces inesperadas, me torno en borrasca. Todo está, me digo siempre, en dosificar los extremos.
Una parte de mi literatura también se impregna de los ardores propiciados por las resacas. En mi libro de cuentos Donde se fragmenta el oleaje, (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1996) la presencia del mar es una constante que moldea, sacude y acaricia al mismo tiempo a los personajes que deambulan en un viejo puerto. Este ambiente de trópico marino campea por todas sus páginas.
He tomado a la Literatura como el ejercicio de una larga paciencia, tanto en la faceta de autor como en la de lector. Creo que esa es la única manera de pergeñar y disfrutar obras perdurables. En el cuento he encontrado un vehículo idóneo para contar historias y que se adapta a mi aliento, a mi respiración entrecortada por la alergia a la humedad.
Creo en los cuentos que cuentan, que atrapan al lector desde la primera frase y que lo llevan a través de la lógica planteada desde el inicio.