Cuando Pablo y yo nos adentramos en aquella casa que demolían en la calle de Garay, la vimos al mismo tiempo y ambos saltamos tras ella. En la lucha, lo vencí y se la arrebaté. Al tenerla en mi mano quedé admirado por su redondez y tersura. Era maravillosamente azul y de todos los colores a la vez. Al verla a contraluz me deslumbró más que el sol a sus espaldas. Entonces lo vi: era un mundo girando alrededor de todos los orbes y éstos volcados en él. Vi nubes y tormentas y sentí los vientos; eran paz y guerra, treguas entre la vida y la muerte, reencarnación y resurrecciones. Era yo, y tú, él, ellos y éramos nosotros y era Dios y todos los dioses, todos en uno solo y uno en todos. Eran amor y odio y todas las pasiones, era bondad y negrura, materia y energía; el caos infinito y el orden absoluto. Era el equilibrio, luz y oscuridad en armonía, el tiempo y la prisa, la calma y la angustia. Eran la historia y la fantasía, la realidad y la ilusión. Asustado al oír crujidos, la tiré a sus pies y corrí sin parar hasta mi casa. Han pasado muchos años y aún me tranquiliza saber que mi amigo está seguro y tiene buena compañía donde yace desde entonces.
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Patricia Mejías
 

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