Avanzaba a pasos apresurados entre la maleza de la selva, los rugidos de mis perseguidores se acercaban cada vez más, el musgo que tocaban mis pies descalzos era frio y casi no sentía mis dedos, el viento era gélido y una luna enorme se posaba sobre los árboles, sentía como la sangre fresca brotaba a través de mis heridas y las rasgaduras de mi ropa me privaban del calor que en algún momento me habían brindado; las copas de los árboles se mecían de un lado a otro y parecía que en cualquier momento, una de esas bestias no muertas saldría al ataque directamente hacia mi cuello, de todas formas, estaba ya todo perdido, con el cansancio encima, una mordida a la altura del hombro y la pérdida de sangre me habían pasado factura, empezaba a sentirme débil y sabía que no llegaría más lejos, sin embargo, el miedo, la adrenalina de sobrevivir era lo que me alentaba a seguir, hasta que caí.
El calor de mi cuerpo se esfumaba y me aterraba el hecho no estar muerto antes de que ellos llegaran; ahí, con miedo, esperando el momento de mi muerte, miré fijamente los árboles y recordé una historia que contaba mi padre, una historia sobre las criaturas que habitaban en ellos, en los bosques de la antigua Europa, ojos rojos, gemidos ahogados ¿acaso eran ellos? juré en ese momento que sentí miedo de los árboles, no por las figuras que proyectaban, si no por esos ojos rojos que se acercaban cada vez más, multiplicándose, hambrientos de carne humana, hasta que todo se tornó negro.
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Carmen Simón
 

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