Ahí estaba yo, encerrado con mis miedos en aquel ático en ruinas. Huía de la guerra, del genocidio, del hambre; tal vez de mí mismo también. Solamente los recuerdos me cobijaban contra un frío que calaba más allá de los huesos y en mi cabeza reinaba el caos. Dormía a ratos. Antes del amanecer llegaron por mí. Me sorprendieron. La puerta se abrió y ante mis ojos aparecieron las dos, desnudas. Estaban tan demacradas y débiles como yo. Ambas me tendieron la mano. En la penumbra, debía escoger entre una de ellas para salvarme o ser condenado. Una de ellas se llamaba Esperanza.