La intención era evidente. Aunque la evidencia me incriminaba, aquel hombre pretendía que yo admitiera haber cometido esos atroces asesinatos. No podía permitir tal atropello y que me adjudicara la autoría de lo que, en realidad, era obra suya. Debía defenderme, dejar claro que él me estaba forzando a aceptar crímenes ajenos y limpiar mi nombre. Insistió en mi culpabilidad y argumentó que debía responder por mis acciones como cualquier otro individuo con juicio y libre albedrío.

Esa declaración reveladora me permitió cobrar plena conciencia de los hechos y darle un giro inesperado a mi vida. Basado en sus mismos argumentos me rebelé ante el destino y decidí salir de la habitación en silencio en tanto él seguía enfrascado en su discurso y escribiendo. Encaminé mis pasos a la playa donde un mar de letras me esperaba con nuevos retos. Mientras me perdía en sus tibias aguas, una amplia sonrisa de satisfacción afloró en mi rostro. Imaginaba su sorpresa al descubrir que deberá buscar a otro personaje dispuesto a asumir el papel de asesino para sus cruentas historias.