Los cuatro pilotes sobre los que se sustentaba le imprimían aquella majestuosidad que la hacía parecer, desde la distancia, una fortaleza medieval dominando la llanura. Por la noche, sus luces brillaban, hasta diluirse en la luz diurna cuando la bruma matutina se disipaba para revelar las entrañas de aquella estructura que semejaba un enorme monstruo emergiendo, entre colinas de agua, del suelo marino. En realidad lo era. Debía su vida a las de sus habitantes, enclaustrados por semanas entre el cielo y la profundidad del mar, y a la sangre negra que drenaba de la madre tierra.