–Ay, ¡ay! ¡qué terrible dolor! –exclamó Arthur Marvel cuando el cóctel de sustancias que se administró empezó a hacer efecto. Entre sorprendido y temeroso, observó como su piel rosácea se volvía más blanca y después, transparente como cebolla al freírse en aceite. Vio luego que sus venas, arterias y la sangre en su interior, desaparecían. A continuación, los músculos se desvanecieron, al igual que los huesos, hasta que le fue imposible verse.

El había encontrado los libros de notas de Griffin cuando la antigua posada de su lejano ancestro, Thomas Marvel, iba a ser derruida. Al cabo de meses de estudio, logró comprender el complicado proceso que había seguido quien los escribió.

–¡Ay, qué estúpido soy! –volvió a gritar al descubrir, suspendidos en el aire donde estaba su pierna, los tornillos y las placas de metal que le implantaron cuando joven, tras una grave fractura. En ese momento vio cómo sus siniestros planes se venían a tierra, pues sería imposible hacer invisibles aquellos fierros. Claro, a menos que se cortara esa extremidad. Lo pensó varias veces. En última instancia, solo él lo notaría…
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José M. Nuévalos
 

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