Sin nada que celebrar, salí de paseo con Firpo, mi perro, a rumiar mi soledad y a ver los adornos navideños del vecindario, en este pueblo de tránsito de migrantes donde vivo. A mitad de la cuadra, el olfato lo llevó a un bulto envuelto en frazadas que husmeó con cuidado. Como buen perro de caza, con brincos y señales me indicó que se trataba de algo importante. Al acercarme, vi que se movía. Lo abrí, para descubrir a un niño de días de nacido que empezó a llorar al contacto con el aire frío de esa Nochebuena. Lo recogí, lo arropé y regresé tan rápido como pude a casa. No sabía qué hacer, hacía muchos años que mis hijos habían tomado su camino y mi esposa había partido ya, pero creo haberlo hecho bien, porque ahora, seis años después, él espera que lo abrace, lo tome de la mano, lo guíe y le siga dando el calor de una vida segura y confortable. Sus padres, quien quiera que sean, podrán estar tranquilos y continuar su arduo peregrinaje. Papá Noel le traerá una bicicleta y para mí será la silla de ruedas que necesitaré en breve.
José M. Nuévalos
09 de January de 2017 / 00:13
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José M. Nuévalos
 

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