Unos lo hacen porque es un deber patriótico, según les dijeron en la milicia; otros, por dinero. Yo soy diferente. Lo hago por la misma razón que alguien se arriesga a cruzar los rápidos en un kayak o se atreve a retar al Aconcagua: por la emoción, la adrenalina, por vencer los miedos y las limitaciones o por simple diversión. Todo, desde escoger el objetivo, seleccionar el mejor ángulo, diseñar la ruta de escape, armar las coartadas y por supuesto, elegir el arma, es parte de ese ritual enervante que me apasiona. La próxima vez que usted camine por la calle, que cruce el atrio de una iglesia o que vaya de paseo a una plaza o parque, mire a su alrededor, hacia las azoteas, a las ventanas, a los autos estacionados, al campanario, detrás de los árboles, y véase a sí mismo invadido por el miedo. Sienta lo que yo no puedo sentir por usted. Tal vez me vea también a mí, impávido y sereno, lejano. Si oye una detonación, seguramente será la última vez que lo haga. El siguiente disparo lo fulminará antes de escucharlo. No acostumbro dejar las cosas a medias ni decepcionar a los medios que me han dado tanta popularidad.