Yo fui el encargado de llevar el caso. Encontramos al pobre Vincent, ensangrentado, tirado en su cama. Más tarde, ya en la comisaría, una prostituta histérica nos trajo una oreja fría, cubierta en sangre seca, en una servilleta. Para cerrar pronto el caso, llamé a Teodoro Van Gogh para entregarle ese pedazo de pellejo. Y así comenzó la leyenda: la exhibieron en una gran cantidad de museos, hasta terminar perteneciéndole a un acaudalado coleccionista. Pero en realidad esa oreja le fue amputada, por razones que desconozco, a una chica que solía embriagarse con el pobre Vincent. Yo mismo le quite un llamativo arete que colgó de ella. La original, según testigos, fue devorada por un perro que la encontró en la banqueta.